8 may 2012

El retrato de Elliott Smith

Si no se hubiera suicidado el 21 de octubre de 2003, si no hubiera dejado de ser un conmovedor escritor de canciones para convertirse en otro profeta enigmático del mundo de Nick Drake (que también murió, como los poetas románticos del siglo 19, “antes de lo que le correspondía”), la escena fundamental de la vida de Elliott Smith habría ocurrido en la ceremonia de los premios Óscar de 1998. Fue el lunes 23 de marzo de ese año. Cantó sin aspavientos Miss Misery, una de las composiciones que Gus Van Sant le pidió para Good Will Hunting, protegido por la guitarra que lo protegía desde que era adolescente. Y verlo en ese escenario luminoso, aferrado a sí mismo como un niño terco que no quiere dejarse llevar por las modas de Hollywood (en youtube.com es fácil conseguir ese video), sigue pareciendo un sueño, un espejismo. Nadie esperaba que lo nominaran. Ni mucho menos que diera una venia junto con la acomodada Celine Dion antes de enterarse de que la contagiosa canción de Titanic se había llevado el premio. Pero, mientras se revisa su interpretación austera de esa noche, es fácil llegar a la siguiente conclusión: el mundo, que no suele hacer excepciones de este tipo, se había adaptado a la tristeza consoladora de Elliott Smith.


 Que cuando nació, el 6 de agosto de 1969, en Omaha, Nebraska, llevaba el nombre de Steve Paul Smith, pero unos quince años después, apenas le resultó innegable la dureza de la vida (sus padres se divorciaron muy pronto, su padrastro le pegó “semana tras semana”, la iglesia metodista le enseñó a temerle al infierno, las drogas no le sirvieron para aliviar sus ansiedades, el álbum blanco de los Beatles lo animó a sobreponerse), se nombró a sí mismo de tal forma que nadie lo confundiera con un jugador de fútbol americano. Se llamaba Elliott Smith. Con dos tes. Como el primer novio de su primera novia. Como alguna de las calles más transitadas de Pórtland, Oregon, en donde vivió con su padre desde finales de 1983. En donde se graduó de bachiller, con las mejores calificaciones del Lincoln High School, el 3 de junio de 1987. Y compuso sus primeras canciones en el piano.

 Se graduó de filosofía en el Hampshire College de Amherst, Massachusetts (la tierra de la poeta Emily Dickinson), en junio de 1991. Y de vuelta en Pórtland, mientras trabajaba como pastelero, como instalador de papel tapiz o como pintor de brocha gorda, formó una banda de rock llamada Heatmiser. Aunque las canciones del grupo, a medio camino entre el punk y el grunge, llegaron a tener algunos seguidores, el introvertido Smith descubrió que se sentía mucho más cómodo –se sentía a salvo- cuando grababa sus propias melodías en el silencio de su habitación. Eran pequeñas baladas, empujadas por el punteo de la guitarra, que recordaban las obras de los Beatles, Bob Dylan, Cat Stevens, Paul Simon o Nick Drake. Decían la verdad. Revelaban su fragilidad. Parecían haber existido desde siempre. Eran su primer paso en una carrera de solista que produciría seis estupendos álbumes en menos de diez años: Roman Candle (1994), Elliott Smith (1995), Either/Or (1997), XO (1998), Figure 8 (2000) y el póstumo From a Basement on the Hill (2004).


 Smith susurra sus canciones como si no quisiera que lo oyeran en la habitación del lado. Y todos sus discos, que oscilan entre las grabaciones rudimentarias y las orquestaciones sofisticadas, que van del folk al pop sin asomos de culpa, triunfan en el intento de emular esa extraña intimidad que se invade cuando se oye el álbum blanco de los Beatles. Quienes aún hoy recogen sus pasos, en la búsqueda de una respuesta a la pregunta por su identidad, suelen citar Angeles, Baby Britain, Between the Bars, Bled White, Independence Day, Needle in the Hay, Son of Sam, Waltz # 2 y Wouldn’t Mama Be Proud? como sus mejores composiciones. Citan, también, la canción que interpretó sin perder la compostura en la ceremonia del Óscar: Miss Misery. Y responden con las sentencias que dijo alguna vez, con “ir a lo seguro es la forma más popular de fracasar”, “soy tan feliz como las demás personas que conozco” o “la gente cree que uno es depresivo cuando toca guitarra acústica”, siempre que alguien cree ver en su música el horror que lo condujo a la heroína, al aislamiento y a la muerte.

 Así no hubiera muerto de forma violenta, así no lo hubieran encontrado sin vida en su apartamento de Los Ángeles con aquellas dos puñaladas en el pecho (la autopsia, que reconoce la posibilidad del suicidio, no descarta que una acalorada discusión con su novia haya terminado en asesinato), tendríamos la necesidad de hacer el retrato de este Elliott Smith que cada vez es más evidente, que todavía canta en voz baja en medio del ruido del mundo. Hace pocos días un concierto suyo, perdido desde 1999, apareció milagrosamente en la red. Sigue colaborando en bandas sonoras de películas (en la comedia Thumbsucker canta Trouble de Cat Stevens) con canciones que nadie sabía que había grabado. Sus biógrafos siguen multiplicándose, sus colegas siguen dedicándole conciertos, sus fanáticos siguen dejándole mensajes en el muro en donde fue tomada la foto de la portada de Figure 8. 

 Sus seguidores, que se resisten a verlo como un suicida, dicen que no deja de ser un tipo tímido que sonríe de vez en cuando. Sienten que aún tiene 34 años.